sábado, 18 de mayo de 2013

EL 666 DE LA N-IV. Aquel viaje iniciático de la niñez. (Junio de 1971)




La boda de unos parientes en Sevilla motivó el viaje más largo por carretera y en coches propios que habría de realizar nuestra familia probablemente en toda su historia. Pero no sólo el más largo en kilómetros, sino también el más corto en duración, pues se llevó a cabo en apenas tres o cuatro días, probablemente de viernes a lunes en el tórrido mes de junio de 1971, sin que las fechas exactas tengan la menor relevancia en esta crónica postrera realizada cuarenta y dos años después. La cuestión es que  este viaje, originalmente de Madrid a Sevilla, bien pudo no llegar a realizarse nunca, al menos por una parte de la expedición familiar, ante la gran distancia a recorrer, la precariedad de las carreteras españolas de la época y la incomodidad y escasez de prestaciones de los automóviles de los que se disponía. Y de hecho, seguramente por estos o por motivos parecidos, una facción familiar prefirió realizarlo en avión. Tan sólo cuatro años antes, en 1967, mi padre, uno de los dos conductores de esta expedición (el otro era mi tío Vicente), había descartado un viaje similar a Fregenal de la Sierra (Badajoz) para asistir a la boda de un compañero de trabajo, excusándose, textualmente, con estas palabras: por supuesto que no iremos, pues está lejísimos.

Ciertamente, en aquellos años de carreteras generales insufribles, casi setecientos kilómetros eran una enormidad, por eso sorprende que tanto mi tío como mi padre decidieran lanzarse a la nacional IV, de Madrid a Cádiz, a bordo de sus modestos Renault 8 que apenas si alcanzaban los 110 km/h. de velocidad punta y además llevando a la familia, que incluía esposas, niños pequeños y abuelos, en total diez personas repartidas entre los dos vehículos. Quien esto escribe formaba parte de los pasajeros y contaba con apenas siete años de edad, por lo que lo recuerdos que le quedan de aquel viaje, después de cuatro décadas, además, son vagos, imprecisos y fragmentarios, y a menudo sólo se han conservado de ellos imágenes o sensaciones inconexas entre sí y ya muy desvaídas. Existen fotografías del viaje, desde luego, y fueron las primeras que esta familia hizo en color, cuando la fotografía en color era todavía una modernísima novedad para los particulares y el revelado posterior de los carretes costaba tiempo y bastante dinero en comparación con la fotografía tradicional en blanco y negro, pero esas fotografías, lejos de ayudar a desarrollar los recuerdos, lo único que consiguen es instantaneizar momentos muy concretos pero desvinculados de la memoria, detener la realidad y dejarla suspendida en una imprecisión de tiempo y espacio que termina por resultar ajena a sus protagonistas más de cuarenta años después de ser tomadas.

Quien esto escribe, recuerda que el viaje se inició a primeras horas de una mañana soleada y calurosa, y que los dos Renault 8 partían juntos, y juntos harían las paradas en la ruta, que habrían de ser muchas y largas, y juntos llegarían a destino a Sevilla, a saber al cabo de cuántas interminables horas, pero que probablemente fueron al menos diez. El R-8 de mi padre era de color amarillo y había sido matriculado en diciembre de 1967 con placa M-631.198. El de mi tío Vicente era de color azul marino, matriculado en junio de 1969 con placa M-749.860. En muchas fotografías de la época aparecen juntos ambos automóviles, sobre todo en excursiones dominicales y veraniegas, pero probablemente la imágen más célebre de todas sea la que encabeza esta entrada, realizada en aquel viaje a Sevilla que estamos contando, en una parada en el alto de Despeñaperros, cuando este tramo de la antigua N-IV era particularmente pavoroso y temible para los conductores, pero también mítico una vez que conseguían coronar la cima sin contratiempos, de ahí la afición de los viajeros a retratarse con sus vehículos en tan singular y hermoso paraje, frontera natural entre Castilla-la Mancha (entonces Castilla la Nueva) y Andalucía.

Desde Madrid hasta aquí el viaje se resumía en una larga travesía por el desierto surcando una vieja carretera nacional de dos carriles atestada de camiones. En 1971 sólo existía un tramo de autovía desde la capital hasta las proximidades de Aranjuez, en donde la carretera, todavía de adoquines en este tramo, se adentraba en pleno casco urbano y monumental de la población ribereña del Tajo, formándose unos atascos y retenciones tales que bien podía tardarse media hora o más en atravesarla. Muy cerca de Aranjuez se encontraba la famosa y terrible Cuesta de la Reina, cuya pendiente hoy nos parece una nimiedad, pero que antaño ponía a prueba los motores de los vehículos y suponía de hecho un obstáculo importante de esta ruta.  Una vez superada la dificultad montañosa de Despeñaperros, volvían las interminables rectas de un carril por sentido hasta Sevilla, a cuyas puertas existían apenas unos pocos kilómetros de autovía, al igual que a la entrada de Cádiz, destino final de esta carretera a 701 kilómetros de su origen. Los croquis que adjuntamos a continuación pueden resultar un tanto engañosos, pues fueron publicados uno o dos años después, cuando la N-IV ya había recibido alguna mejora y se habían habilitado varios kilómetros más de autovía.


Después de la parada obligada en Despeñaperros creo recordar vagamente que nos detuvimos también en Andújar, y posteriormente, ya con toda seguridad, en Córdoba, en donde visitamos con largueza la Mezquita, sin ninguna prisa por volver a la carretera. En realidad la carretera era una pesadilla y hacía mucho calor durante todo el viaje, de modo que todas las pausas y demoras de la ruta eran bien recibidas por adultos y niños, aunque de este modo el viaje no terminase nunca. Debimos llegar a Sevilla con la sofocante tarde ya vencida y nos perdimos por sus calles buscando la indicación de la Estación de Cádiz, creo recordar (o bien otra estación determinada), en cuya referencia o proximidad se encontraba la pensión en donde habríamos de alojarnos, cabe suponer que reservada previamente. Tardamos mucho tiempo en encontrar el lugar que buscábamos, para desesperación y agobio de todo el pasaje. Omitiremos los detalles de la estancia en Sevilla y de la propia boda familiar que nos había llevado hasta allí, por alejarse de la temática concreta de la carretera que nos interesa, pero sí haremos la salvedad de destacar que en el aeropuerto hispalense, en donde se nos hizo de noche esperando a otros familiares que venían de Madrid en avión (y que lo hicieron con retraso, estábamos en la España de 1971), copiosos enjambres de mosquitos nos acribillaron a placer en las proximidades de las pistas e incluso en el interior de la cafetería, en donde se respiraba un ambiente denso, húmedo y malsano. No recuerdo otra ocasión en mi vida en la que estos insectos se hayan ensañado tanto conmigo.

Pero aún quedaban muchos kilómetros por delante en aquel viaje para mí iniciático, pues fue sin duda la primera vez que empecé a dedicarle atención a la carretera y a dejarme admirar por las cosas que podían encontrarse en ella. Aprovechando seguramente un día de ocio previo o posterior a la boda en Sevilla, los conductores y jefes de la expedición decidieron hacer turismo y poner rumbo a Cádiz con todo el pasaje a bordo de los R-8. Era también entonces un gran viaje de ida y vuelta en la misma jornada, dentro de la enormidad del viaje global de tres o cuatro días. Acostumbrados y asiduos al Mediterráneo, del que procedían nuestros orígenes familiares, la mayoría de nosotros íbamos a ver el Atlántico por primera vez. Tuvimos la suerte de que la rampa levadiza del puente León de Carranza sobre la Bahía de Cádiz se alzase precisamente en el momento en el que circulábamos por allí para dar paso a un buque de gran envergadura, lo que nos obligó a detenernos ante un semáforo en rojo y nos brindó la oportunidad de bajarnos de los coches para recrearnos con el admirable paisaje marítimo circundante. Para mí fue una experiencia memorable, y recuerdo que alguien hizo varias fotografías que yo tal vez nunca llegué a ver, y que a día de hoy parecen estar perdidas o en paraderos bastante desconocidos.  Más tarde, en una calle de Cádiz un peatón borracho que intentaba cruzar por lugar indebido y al que casi atropellamos, le pegó una patada a la puerta trasera izquierda de nuestro R-8, en donde iba yo sentado, y el golpe fue tremendo y el infeliz tuvo que hacerse daño forzosamente (creo que llegó a abollar la chapa), y yo tal vez me asusté, pero los adultos no le dieron demasiada importancia a este suceso y seguimos adelante sin detenernos. 


Por aquel entonces estaban muy de moda los portafotos magnéticos que se adherían al salpicadero de los coches y en donde los conductores llevaban fotografías de su familia a modo de recuerdo disuasorio de la velocidad y de otros riesgos al volante, en los que acaso podían incurrir en ausencia de la mirada inquisitiva o suplicatoria de prudencia de la esposa e hijos retratados. Este que adjuntamos, en concreto, era el que llevamos en el R-8 y otros coches posteriores durante bastantes años, y que todavía se conserva, aunque yo le despojé de los imanes hace mucho tiempo para darles una nueva utilidad.

Apenas seis meses después de nuestro periplo meridional, en enero de 1972, se inauguraría la autopista de peaje entre Sevilla y Cádiz, tal y como reflejó en su día el NO-DO (pinchar directamente en la referencia alfanumérica que aparece debajo de la miniatura del video):


Pero el momento álgido, mítico y mágico de aquel largo viaje por Andalucía tuvo lugar ese mismo día que estábamos relatando, bien a la ida de Sevilla a Cádiz o viceversa, no lo recuerdo, cuando alguien de la familia tuvo el empeño genial de fotografiar el hito kilométrico 666 de la N-IV, algo tan curioso como nunca visto para nosotros, poco acostumbrados a lejanías tan distantes de Madrid. Y así fue que detuvimos los dos R-8 en el arcén de la carretera junto al hito de piedra, que sólo muchos años después he descubierto que se encontraba en el término de Puerto Real, en donde se sigue ubicando ahora al menos la placa metálica con los tres seises correspondiente a la autovía A-4 en el mismo o aproximado punto, como podemos ver en esta captura de Google Maps:

 


En aquella tarde sobredorada y tibia de junio de 1971, mientras observábamos admirados el hito kilométrico 666 y sacábamos al menos una fotografía de recuerdo de tan singular elemento de la carretera, poco podía imaginar que más de cuarenta años después yo estaría escribiendo sobre él, y aún más, modelando una réplica en barro del original en miniatura, como acabo de hacer ahora. Lamentablemente aquella fotografía, que hemos estado buscando recientemente varios miembros de la familia en nuestras particulares almonedas de la nostalgia, no se ha dignado aparecer todavía, o bien es que ya no existe, o bien es que nunca existió porque nunca la hicimos y fue sólo producto de nuestra imaginación o de los sueños perdidos del pasado. ¿O es que acaso el diablo tuvo o ha tenido algo que ver en ello?  Nunca lo sabremos.

 

4 comentarios:

  1. Excelente narracion,como siempre.Gracias por el relato y hacernos recordar tantas y tantas imagenes añejas,propias de nuestra historia reciente.

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  2. Excelente texto, me recuerde mucho los viajes que hice en la 4 caballos Renault familiar en esos años y tambien con tu edad de entonces (hasta Alicante, Santander, Madrid, el Aragon....) Podria escribir casi lo mismo : las carreteras llenas de camiones (pero Pegaso, que placer !) , los pueblos con las calles de tierra, los surtidores Campsa, les subidas interminables... Las entonces nuevas carreteras del Plan Redia me impresionaban mucho, al contrario los otros tramos sin modernizar eran en pesimo estado. Para un joven francés, España era diferente como decian sus politicos...

    Jean Luc (Francia)

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  3. Muchas gracias, efectivamente España era diferente en aquella época y el paisaje de sus carreteras tal y como lo describes. Fueron otros tiempos que no volverán. ¡Saludos!

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